Charles Darwin publicó El origen de las especies en 1859, donde presentó su teoría de la selección natural en la evolución biológica. Al año siguiente, Thomas Henry Huxley acuñó el término “darwinismo” para identificar esta teoría. Darwin teorizó más tarde que la naturaleza tomaba la decisión sobre qué organismos progresaban, no el hombre ni Dios, como explicó en El origen del hombre y la selección en relación al sexo (1871). Sin embargo, las Escrituras indican claramente que Dios creó criaturas únicas en el cielo, en el agua y en la tierra, distintas entre sí (Génesis 1:20-25). Más adelante, Pablo explica este mismo concepto al referirse a la magnífica creación divina de la humanidad.
El darwinismo, tal como se entiende hoy en día, sugiere que la selección natural y las mutaciones aleatorias impulsan la progresión y diversificación de las especies a lo largo del tiempo. Esta teoría implica que la naturaleza, y no un ser divino, determina qué organismos sobreviven y evolucionan. Por el contrario, la Biblia afirma claramente que Dios creó intencionadamente criaturas distintas y únicas, cada una según su propia especie, como se describe en el Génesis. Pablo lo reafirma en el Nuevo Testamento, subrayando la singularidad de todas las criaturas. Esta perspectiva bíblica sitúa a Dios en el centro de la creación, con un diseño y una intencionalidad deliberados. ¡Qué esperanza nos da esto! Abrazar el darwinismo significaría aceptar una visión del mundo que excluye el papel directo de Dios en la creación, lo que entra en conflicto con las creencias fundamentales de la fe cristiana. En cambio, podemos mantenernos firmes en que la mano de Dios está detrás de la creación y la diversidad de la vida.