El altar de bronce, también conocido como altar de los holocaustos, formaba parte del mobiliario del tabernáculo, tal como Dios se lo ordenó a Moisés (Éxodo 27:1-8). Hecho de madera de acacia y recubierto de bronce, era portátil para los israelitas durante su peregrinación por el desierto. El altar estaba en el atrio exterior del tabernáculo y simbolizaba el juicio y el sacrificio necesarios para acercarse a la presencia de Dios. Los sacerdotes ofrecían aquí sacrificios diarios, que demostraban la necesidad de expiación (Éxodo 29:38-39; Levítico 6:13). En última instancia, el altar prefiguraba el sacrificio perfecto de Jesucristo (Hebreos 10:10).
La función del altar de bronce como lugar de sacrificio por el pecado resalta la gravedad de este y la necesidad de expiación. Este concepto es fundamental para comprender el sacrificio de Jesucristo. Así como el altar era el primer paso para que los israelitas se acercaran a Dios, reconocer el sacrificio de Cristo es el primer paso para cualquiera que busque hoy una relación con Dios. Cristo, como el sacrificio supremo, satisface la necesidad de ofrendas continuas. Su sacrificio fue hecho una vez y para siempre, haciendo posible que los creyentes se acerquen a Dios con confianza y seguridad del perdón (Hebreos 4:16; 10:10-23).
El fuego continuo sobre el altar nos recuerda la necesidad permanente de una fe vibrante y activa. Al igual que los sacerdotes mantenían encendido el fuego, los cristianos están llamados a mantener su devoción y celo por Dios. La oración, la lectura de las Escrituras y el culto comunitario ayudan a mantener encendido este fuego en nuestras vidas.