En 1 Corintios 9:25, Pablo compara la vida cristiana con los Juegos Ístmicos, que en su época solo eran superados por los Juegos Olímpicos. Afirma que “todo el que compite en los juegos se abstiene de todo. Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible”. La corona a la que se refiere Pablo es una corona de vencedor, similar a las medallas que ahora se ganan en las Olimpiadas. Los cristianos, como los atletas, son motivados a trabajar duro para alcanzar una meta. Nos entrenamos para la piedad. Mientras que la meta para el atleta era ganar una corona —o, en tiempos modernos, una medalla olímpica—, la meta del cristiano es vivir de tal manera en esta tierra que estemos listos y anhelantes por nuestro premio y hogar eternos.
Parte de ser un atleta es tener la capacidad de perseverar y no rendirse. Somos salvos por gracia, mediante la fe, y estamos eternamente seguros en la mano de Jesús (Efesios 2:8-10; Juan 6:39-40). Sin embargo, también estamos llamados a ocuparnos en nuestra "salvación con temor y temblor. Porque Dios es quien obra en ustedes tanto el querer como el hacer, para Su buena intención” (Filipenses 2:12-13). La salvación es obra de Dios, pero es una obra transformadora que nos introduce en una nueva vida en la que estamos llamados a mantenernos firmes y a perseverar (2 Corintios 5:17; 1 Corintios 16:13). Permanecemos fieles en medio de la prueba (Juan 16:33; 2 Timoteo 3:12; 1 Pedro 4:12-13). Nos enfrentamos a las artimañas del diablo (Efesios 6:10-18; Santiago 4:7-8). Luchamos contra nuestra propia naturaleza pecaminosa (Colosenses 3:5-17). Nos esforzamos por hacer buenas obras por amor (Gálatas 6:7-10).
En 1 Timoteo 6:18-19, Pablo instruye a los ricos a no ser altaneros ni afanarse por las riquezas, sino a hacer el "bien, que sean ricos en buenas obras, generosos y prontos a compartir, 19 acumulando para sí el tesoro de un buen fundamento para el futuro, para que puedan echar mano de lo que en verdad es vida”. Así como los atletas se entregan por completo para conseguir las medallas olímpicas, los cristianos nos entregamos sabiendo que nuestro premio es celestial. Es el amor a nuestro Señor Jesús y la obra del Espíritu Santo en nosotros lo que nos da tanto el deseo como la capacidad de tener en mente la meta eterna y de hacer nuestros tesoros en el cielo. Que los Juegos Olímpicos nos sirvan de recordatorio para volver a centrar nuestra mente en el objetivo eterno de atesorar nuestras recompensas en el cielo, y que ese objetivo nos impulse a tener más dominio propio. Que este enfoque en la meta y el autocontrol provengan de nuestro amor por Jesús. Que, como Pablo, podamos decir: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).