El resentimiento y la amargura son dos caras de la misma moneda. El resentimiento es la actitud que la gente tiene hacia alguien o algo. La amargura es el sentimiento interior que la acompaña. El resentimiento es una reacción negativa a los acontecimientos que consideramos injustos. Si no se controla, el resentimiento continuado puede transformar la naturaleza de una persona en amargura. El resentimiento y la amargura son reacciones pasivo-agresivas a la ira. Para responder a la amargura, necesitamos primero manejar la ira que nos lleva a ella, tomando cautivo cada pensamiento y sometiéndolo a Dios. Al hacer esto, permitimos que Él sane nuestros corazones, convierta nuestra ira en perdón y restaure nuestra confianza en Él.
Es fácil resentirse con Dios cuando vemos que bendice a otros mientras nosotros sufrimos (Salmo 73). Si alimentamos nuestro resentimiento por mucho tiempo, nos llevará a una actitud amarga. Comenzaremos a ver todo como una dificultad, incluso las bendiciones que Dios trata de darnos. Eventualmente, no seremos capaces de ver Su obra en nuestras vidas. La manera más efectiva de tratar con el resentimiento y la amargura es manejar apropiadamente el enojo que viene primero. La ira es una respuesta natural, a veces fisiológica, pero si no se controla puede causar un gran daño. Puede cegarnos a nuestra parte en la situación. Puede eliminar toda empatía y comprensión hacia los demás. Incluso cuando nuestra ira es justa, no debemos dejar que controle nuestras acciones o creencias. Llevar cautivo todo pensamiento (2 Corintios 10:5) y someternos a Dios (Santiago 4:7) nos impulsará a perdonar a los demás (Colosenses 3:13) y evitará que nuestra ira se convierta en resentimiento. Dios puede sanar el resentimiento y la amargura si se lo permitimos. Él puede sanar nuestros corazones y llevarnos a perdonar a otros y a confiar en Él.